martes, octubre 17, 2006

Jaspers: Esquizofrenia y Cultura















La esquizofrenia y la cultura actual
Karl Jaspers

(Del libro Genio y locura. Ensayo de Análisis Patográfico comparativo sobre Strindberg, Van Gogh, Swedenborg, Hölderlin)

Es un hecho sorprendente la influencia que en la actualidad ejercen toda una serie de artistas de relieve que se han vuelto esquizofrénicos, y, precisamente, a través de las obras concebidas durante su enfermedad. De Strindberg, por ejemplo, lo más difundido hoy son los dramas compuestos tras el segundo brote de la psicosis, ya en pleno estado final; de Van Gogh, así mismo, los cuadros que más repercusión han tenido son los pintados durante su demencia. En cuanto a Hölderlin, los poemas de los primeros años de su locura no han sido conocidos hasta hace poco sino fragmentariamente; pero ahora se los empieza a considerar, en conjunto, como lo más granado de toda su producción. Algo parecido es lo que ocurre con los dibujos de Josephson, tan celebrados hoy, mientras que en 1909 no despertaban todavía ningún interés especial. Y es que en la actualidad tenemos ya motivos para apreciar el arte de los locos en su aspecto puramente estético, y no como material clínico para las investigaciones de los psiquiatras.
Si retrocedemos a lo largo de la historia de la cultura occidental, no encontraremos, salvo a partir de los albores del siglo XVIII, ningún esquizofrénico que haya marcado una huella tan profunda en el arte de su tiempo como la que estos cuatro artistas dementes, de los que nos hemos venido ocupando, han dejado en el suyo. Acaso se pregunte si no será posible el que antiguamente haya habido alguna otra personalidad relevante que, habiéndose vuelto loca, haya ejercido con su esquizofrenia una influencia decisiva, aunque nosotros ignoremos su existencia. Sin embargo, el estado actual de nuestros conocimientos nos ha permitido diagnosticar casos esporádicos de demencia que se remontan incluso a la Edad Media; pero ninguno de ellos corresponde a personas que tengan en ningún orden una significación especial. Por muy sumarios que sean los datos biográficos que podamos poseer sobre un demente, difícil será que no despierten en nosotros alguna sospecha, cuando menos; y, a lo largo de todas mis lecturas, no he tropezado ni con un solo caso en que coincidieran, en un mismo individuo, la esquizofrenia y una relevante personalidad. En cambio, son numerosísimos los casos de histeria que ofrece la Edad Media, mientras que en nuestros días esta enfermedad ya no ocupa el primer plano que durante mucho tiempo detentara.
Un impostor como Cagliostro o una visionaria como la de Prevorst –dos casos estudiados por J. Kerner- son los últimos histéricos que hayan ejercido una influencia sensible sobre su época.
Podríamos contentarnos, en suma, con registrar hechos como los mencionados, sin meternos en más averiguaciones, pues cualquier comentario que se añada habrá de ser, por fuerza, eminentemente subjetivo y, por tanto, de muy precario valor general. Sin embargo, permítasenos exponer algunas de esas reflexiones que, aunque muy personales, acuden en seguida a la mente. Por ejemplo, la que nos tienta a establecer una correlación entre la histeria y el espíritu reinante en la época anterior al siglo XVIII, la cual se dijera ofrece una predisposición intrínseca al desarrollo de aquella; y, análogamente, una afinidad semejante entre nuestro tiempo y la esquizofrenia. Tanto en uno como en otro caso, bien entendido, se trata solo de una tendencia, no de una identificación: el espíritu siempre es independiente de la enfermedad. Eckhart y Santo Tomás de Aquino no eran histéricos; lo que pasa es que el espíritu, para encarnarse, elige las condiciones psicológicas causales que se le adaptan mejor.
En nuestra época, la esquizofrenia es, más que un medio de difusión, propiamente dicho, un terreno que se presta a que arraiguen en él determinadas y singularísimas posibilidades.

¿A qué puede deberse, entonces, esa indudable influencia que ejercen sobre nosotros las vidas de ciertos esquizofrénicos? Acaso se conteste que la nuestra es una época propicia a entusiasmarse por todo lo que suponga exotismo, rareza, novedad o retorno a lo primitivo, ya se trate del arte oriental o negro, o de simples dibujos infantiles. La observación es exacta. Pero ¿por qué ese entusiasmo? Los motivos, probablemente, diferirán según los diversos individuos. Convendrá, pues, empezar por repasar las experiencias de uno mismo. Por lo que a mí respecta, he de confesar que, personalmente, Strindberg no me importa nada: el único interés casi que tengo por él es solo de tipo psiquiátrico, psicológico. En cambio, Van Gogh me fascina: tal vez, y sobre todo, a causa del logro que supone su existencia y de la concepción del mundo que implica; pero, también, por el orbe espiritual que se va viendo surgir de él en el curso de su psicosis. Frente a él he experimentado, quizá de manera no tan material, pero sí mucho más clara, algo que rara vez he sentido en presencia de mis pacientes, algo que anteriormente he intentado describir: es como si se entreviera por un instante la raíz última de la existencia, como si las razones más ocultas de todo el ser surgieran de pronto a la luz. Pero, para nosotros, representa esto una conmoción que no podemos soportar mucho tiempo, una conmoción a la que procuramos sustraernos en seguida; una conmoción que nos sacude también, a veces, cuando contemplamos –y con la misma sensación de malestar- algunos de sus cuadros; una conmoción que nos impele, no a asimilar lo que de extraordinario y raro hay en ella, sino a transmutarlo en algo que esté más a tono con nosotros mismos, más a nuestro nivel. Se trata de algo enormemente excitante, pero que no pertenece a nuestro mundo; algo que abre en nosotros una interrogante radical, una apelación a la existencia propia y que produce un efecto bienhechor, al provocar en nosotros una transformación.
Esta misma reacción, poco más o menos, me ha parecido verla confirmada en otros observadores. El dramatismo de la situación actual viene de que sentimos sacudido nuestro ser hasta sus mismos cimientos. Nuestro tiempo nos acucia a ponerlo absolutamente todo en tela de juicio, a someter todos nuestros conocimientos a una experimentación lo más directa posible. La situación en que nos ha colocado la cultura contemporánea se caracteriza por haber abierto de una manera insólita nuestra alma a las cosas más extrañas, por las que, siempre que nos parezcan auténticas y posiblemente influyentes en nuestra existencia, sentimos un interés extraordinario.
Pero esta misma situación nos impele a establecer conclusiones precipitadas y reiteraciones indebidas, a aceptar sin el menor reparo crítico cualquier revelación sensacional; buscamos las emociones violentas, cuesten lo que cuesten; nos desgañitamos hasta el punto de no saber ya ni lo que nos decimos. Y cuando consideramos estas transgresiones morales –en las que casi todos hemos, en mayor o menor medida, incurrido-, nos damos cuenta de que el rasgo fundamental de nuestra ética ha de consistir en no perder el decoro ni la cordura, en no abdicar de la integridad, la autenticidad y la sinceridad que constituyen nuestros deberes fundamentales; en saber esperar sin impaciencia.
Cuando visité la exposición de Colonia de 1912, donde, en torno a los admirables lienzos de Van Gogh, se congregaba el arte expresionista de todos los países de Europa, en el que lo más saliente era la monótona uniformidad que lo caracterizaba, me asaltó más de una vez la sensación que, entre tantos expositores que pretendían hacerse pasar por locos, estando completamente cuerdos, el único loco excelso, el único loco de verdad y a pesar suyo, era Van Gogh.
Inmersos en la plenitud de una cultura de elevado nivel intelectual; poseídos, como lo estamos, de una voluntad de claridad ilimitada, del imperativo de la probidad, de la necesidad de un realismo a tono con ella, ¿creemos sinceramente que la autenticidad de esas profundidades en que el yo se desintegra, que esa conciencia de la presencia divina no se dan sino en los enfermos mentales?
Vivimos en una época de imitaciones y de artificiosidad, donde toda espiritualidad se mercantiliza o burocratiza, donde la voluntad no persigue sino obtener un determinado género de vida, donde todo se hace con vistas a un lucro, donde se simulan histriónicamente las emociones; en una época en que el hombre no pierde jamás de vista lo que es; en que hasta la misma sencillez es deliberada; en que la embriaguez dionisíaca se simula; en que la disciplina que la traduce en formas es fraudulenta; consciente y satisfecho a la vez el artista de esa simulación y ese fraude.

¿Es que en una época como esta constituye tal vez la esquizofrenia la única garantía de sinceridad en determinados dominios que, en otros tiempos menos incoherentes que el actual, eran susceptibles de vivencias y expresiones honradas, aun al margen de la demencia? ¿Acaso estamos asistiendo a una danza frenética por conquistar algo que se traduce solo en gritos, en gestos, en violencias, en embriaguez de sí mismos, en una exaltación creciente del yo, en ramplonería, en un afán estúpido de regresión a lo primitivo, en una hostilidad descarada a la cultura? ¿Será posible que todo esto no alcance manifestaciones hondas y sinceras más que en el caso de algunos esquizofrénicos? Por encima de la diversidad de motivos y exigencias de todos lo que danzan esta ronda en torno a Strindberg, Swedenborg, Hölderlin y Van Gogh, llámense teósofos, formalistas, primitivistas o lo que sea, ¿no tendrán todos ellos algo de común? Y este algo que puedan tener en común, ¿no será la falta de autenticidad, la esterilidad, la negación de la vida?
Sería forzar las cosas y generalizar neciamente, responder de una manera afirmativa a todas estas preguntas, sin mayores preocupaciones. La contestación excede de nuestros conocimientos. Para nosotros, uno de los problemas centrales de la psicología estriba en determinar qué es lo que se puede denominar "inauténtico"; problema que, no ya no hemos resuelto aún, sino que ni siquiera nos hemos planteado como corresponde. Pero todas estas interrogaciones son del mayor interés, y habremos de ver cuáles de ellas debemos contestar afirmativa y cuáles negativamente, una vez que hayamos aclarado esos conceptos que hoy todavía oscilan entre confusos juicios de valor y conocimientos claros. Entonces se pondrá de manifiesto que el considerar determinadas obras de arte como condicionadas por la esquizofrenia, no supone demérito en ningún sentido. Nosotros reconocemos las profundidades reveladoras allí donde hay autenticidad; pero traducidas en formas inéditas e inimitables, es en los esquizofrénicos donde las encontramos. Podrán operar de una manera saludable sobre nosotros si somos capaces de responder a la llamada que nos hace su existencia, a la invitación que nos urge a reconsiderar problemáticamente todos nuestros puntos de vista; y si somos también capaces de sorprender en sus obras –como en todo lo que tiene una raíz de autenticidad- un atisbo de ese absoluto siempre escondido a nuestras miradas, que solo se torna visible en apariencias finitas.
Pero nada más peligroso que inspirarse en ellas, tomándolas como modelo. Del mismo modo que antaño mucha gente se esforzaba, por así decirlo, en volverse histérica, también hoy abundan los que se empeñan en volverse esquizofrénicos. Ahora bien: si aquel intento es, hasta cierto punto, psicológicamente posible, este otro es de todo punto irrealizable, de donde se deduce que solo puede conducir al fraude.
Las observaciones precedentes no suponen, como es natural, sino una serie de conjeturas meramente subjetivas que, en definitiva, acaso queden al margen del tema que me planteé analizar en el presente estudio; pero era necesario poner todas estas cuestiones en claro y, al hacerlo, quizá hayan cobrado mayor importancia de la que realmente tenían. Que el propio lector las reintegre al nivel que les corresponda.