martes, octubre 17, 2006

De nuevos riesgos culturales



De nuevos riesgos culturales y de daño patrimonial en Veracruz

Por Enrique Patricio *

Nota: En el presente comentario crítico, se trata tan sólo de hacer un somero balance del actual panorama interinstitucional en el ramo de patrimonio cultural en nuestro estado de Veracruz, México, más precisamente de contemplar una incidencia directa en el uso del patrimonio intangible ─sea ésta de forma casual o premeditada─, vía la mercadotecnia. Todo en aras de incursionar culturalmente en un proceso globalizador (mas éste, entendemos, en un mundo no sólo no enteramente global sino sumo globalizante en su “cómo; o lo que es lo mismo, un proceso globalizador mal entendido y prácticamente impuesto por la fuerza, tal y como nos lo quieren dar a “conocer”). Ahora bien, acerca del proceso federal que se sigue en el mismo terreno, no es que no valga la pena hacerse aquí algún comentario, sino que de ello (del marcado continuismo de una política cultural de Estado en crisis recurrente) ya dan cuenta sobradamente los medios nacionales. Nada más cabe agregar, finalmente, en esta exposición de motivos, que no atañe al escrito (al balance) un nivel de argumentación que pudiéramos llamar de “ajuste de cuentas”, es decir, aquel que tuviera que ver con personas en lo general o con instituciones en lo particular, toda vez que su interés básico reside únicamente en contribuir, sin más, al análisis del fenómeno teórico cultural vigente.

De la cultura de la mercantilización
a la mercantilización de la cultura


Partamos pues aquí, dado el caso que nos ocupa, de la siguiente consideración económica; de que en el momento de su intercambio en el mercado, el valor de todo patrimonio cultural-histórico intangible establece una señalada diferencia respecto del trastocamiento que pueda sufrir en su valor un bien industrial, o un producto agrícola, o un servicio, a través de su comercio, por más complejo que éste sea.
Consideremos ponderar grosso modo, el concepto valor en el marketing cultural patrimonial con el siguiente enfoque:

a) Mercantilización de la cultura.- Vista ésta como aquel hecho cultural que, basado en la tradición de una colectividad, en una historia popular enriquecida a través del tiempo y genuinamente significante para ella, es hoy considerada como potencialmente rentable, sí y sólo sí, para los inversionistas cabe la factibilidad de explotarle únicamente como un gran espectáculo escénico. Es decir, esto siempre y cuando reúna en su valor tal hecho cultural, además de las propias, otras características que de forma interna le son ajenas; alejándole, pues, de esta manera, de su hábitat cultural natural.

b) Cultura de la mercantilización.- Esta forma cultural es básicamente utilitaria; donde el fin de su realización es la venta o rentabilidad al consumo.Es todo un fenómeno contemporáneo que convierte los hechos, culturales o no, en efectistas y trascendentes sólo en sus propios términos, o sea vistos a través de los mediático y, fundamentalmente, lo masivo. Carece, pues, por ser relativamente nueva como forma cultural, de historia. No observa tampoco, tradición auténtica alguna, a no ser una “tradición programable”; puesto que es cultivada de manera no histórica sino tecnológicamente organizada. Y si bien esta fórmula cultural intenta convencer de que mágicamente puede convertir algo en “arte”, más bien sólo puede darle una ligera connotación artística (el ejemplo máximo de ello lo es la industria de la moda). Por si fuera poco, en este mundo del espectáculo que apuesta únicamente y valga la redundancia, a la espectacularidad misma del evento, se trata de exaltar lo banal y lo trivial frívolamente, el entretenimiento per se antes que la tradición cultural intangible, ésta nada más viene a resultarle un buen pretexto para cumplir otros fines, eso hasta el día de hoy.

Rápidamente, para ubicarnos dentro de una determinada disciplina artística, verbi gratia, la música, podríamos poner como ejemplo de lo primero hoy día, es decir, de la mercantilización de la cultura, a la expresión del son jarocho en México, a la rumba en Cuba, al vallenato en Colombia y, podríamos seguir con un largo etcétera. Y, así mismo, para lo que cabría dentro de una cultura de la mercantilización, podríamos poner como ejemplos a manifestaciones que técnicamente suelen ser vacilantes y, más bien ─todo parece indicarlo así─, que son modas entusiastamente pasajeras, tales como: la del rap o la del regetón.

Ahora bien, en un análisis mesurado en lo cultural de la Teoría del Valor Trabajo (que suscribe que toda mercancía tiene, de una parte un valor de uso, y de otra, un valor de cambio), tendríamos a grandes rasgos que, mercadotécnicamente considerada en nuestros días, la música de arpa y jarana está pasando por el proceso de adquirir (sino de nuestra época) su valor de cambio dentro del mundo globalizado. Ahora mismo está comenzando a contradecir esta particular cultura intangible su valor de uso original en el intercambio comercial, y va adoptando uno nuevo al fusionarse, musicalmente él mismo, por moda de un lado, y de otro, con una serie de alegorías (por ejemplo, el espectáculo “Jarocho”, y no es que nos tachemos nosotros mismos de puristas del arte ─sabemos que solamente se trata de un espectáculo─ sino por que satisface otros fines pretextando promocionar la tradición jaranera) que usualmente vendrán a serle ajenas, hasta ir quedando con el paso del tiempo, poco a poco, desvinculada de aquella colectividad que primariamente le dio forma. Subrayemos, pues, que estaría en estos momentos de transición, como bien cultural intangible, sufriendo el proceso de pérdida paulatina de su (conocido por todos nosotros) valor de uso. Tomemos en cuenta que, por primera vez en la historia, a gran escala, el (los) patrimonio(s) culturales intangibles son susceptibles de subastarse al mejor postor. Igualmente consideremos que, lo que da unidad en la diversidad se reconfigura con ese su valor de cambio, hoy como una mercancía más que existe en el mercado; pero en este caso subvaluada, depreciada en su valor originario, ya que se va “contaminando” por valores agregados en el proceso de intercambio.

En otras palabras, más llanamente, no es lo mismo intentar vender una expresión artística, una pintura, un libro, una puesta en escena, un video de arte, etcétera, productos culturales que se pueden convertir en mercancías en un momento dado, que tratar de ponerle un precio a toda una compleja manifestación cultural, es decir, no a un bien cultural específico sino a todo el sistema productivo cultural intangible de un imaginario colectivo. Digámoslo en palabras aún más simples y sencillas: los bienes culturales “individualizados” en el mercado, ya sea por una persona o por un grupo, son factibles de comercializarse (así sea lo ideal para unos y no para otros; pero es factible), sin embargo, el hacerlo con manifestaciones culturales patrimoniales intangibles resulta ser harina de otro costal. Y que conste que no estamos hablando aquí nada más de buenos o de malos precios, o sea, no sólo en los términos económicos del valor de cambio, que en realidad no es menester en este comentario, o sea hablar de aquellas cualidades extrínsecas para con el son jarocho (que de ser propiedad de todos los veracruzanos está pasando a ser propiedad privada de unos cuantos), sino de las cualidades intrínsecas que por el mercadeo a que es sujeto arroja cambios sustanciales en los usos y costumbres culturales soberanos que, valga decir, son solamente explicables en sus propios términos, y que nos son precisamente los económicos, o lo que es lo mismo, tendríamos prioritariamente que hablar aquí de esa transición cualitativa hacia un nuevo valor de uso que se le está dando al patrimonio mediante la vía institucional de marketing.

Pero qué mejor para nuestro objetivo que pasar a poner un ejemplo en concreto, ni más ni menos que el de un reciente hecho cultural ocurrido durante el pasado Festival Internacional Afrocaribeño, con la finalidad de poder aterrizar las ideas respecto a que el patrimonio se produce, se conserva, se distribuye (socialmente) y se consume. Este, desde luego que no tendrá nada que ver con lo formal de infraestructuras, o estructuras histórico-patrimoniales, en donde sí pueden encontrarse en algunos casos (no es el “caso Talía”) elementos positivos para valorarlas tanto en lo económico como lo social (previo estudio hecho por los especialistas para rentabilizarlas en el sentido de conservación del patrimonio, por ejemplo); sino como ya lo venimos comentando, con ese aspecto aún más riesgoso, por el daño que se pueda ocasionar, ya que va directo al núcleo de lo cultural, al corazón mismo de la cultura, y que es lo intangible, lo superestructural de la cultura en los pueblos, tras el pretexto de buscar promocionar las tradiciones.

El son jarocho
¿afrocaribeño?

Introito a un panorama actual. Debido al abandono en que se encontraba (ante el olvido, la desmemoria de las nuevas generaciones de su propia estirpe) el llamado movimiento jaranero –de carácter eminentemente popular—se dio a la tarea de rescatar el son jarocho para el sotavento veracruzano, su solar. Afortunadamente para todos nosotros, el movimiento creció y se promovió allende las fronteras sotaventinas. No obstante, su desarrollo ha tomado hoy día otro cauce, vía el marketing que comentamos, a nivel institucional. Y es que el Estado es hoy aliado importante en este nuevo impulso integrador, y de internacionalización. Mas lo es, en un esquema novedosamente folcklorizante de la cultura; o sea, a través de una propuesta turístico-“cultural” que vale la pena comentar ahora que se decreta institucionalmente que el son jarocho es afrocaribeño.
Muchos no preguntamos cómo, así nada más, sin entrar en muchos detalles, se le puede otorgar públicamente carta de naturalización afrocaribeña al son jarocho, lo cual demuestra que existe una auténtica incomprensión del complejo carácter de la vida cultural por parte de algunas autoridades. Veamos dos “detalles” muy generales y para nada nimios: 1) El hecho de que no se realizó una rigurosa investigación teórica al respecto (ningún investigador ha dicho esta boca es mía). Cuando las instituciones académicas cuentan con personal de gran talla intelectual, y un sólido prestigio moral, como para externar una opinión valiosa al respecto; en el entendido de que son profesionales muy respetados por sus estudios acerca de nuestra tercera raíz. Es decir, consideramos que no es indispensable que el Gobierno del Estado cree más burocracia fundando quizá un organismo generador y gestor de ideas para ello, con investigadores, académicos, promotores, etc., lo cual no resulta ser necesario, sino que simple y sencillamente se asesore de los especialistas ya en funciones dentro de las instituciones, según el proyecto cultural de que se trate. Hoy, dadas nuevas circunstancias, se requiere de estudios académicos que, por cierto, como lo estamos pudiendo comprobar, son ahora más que pertinentes, sobremanera importantes –-como una condición necesaria, pero también como una condición suficiente--). Y, 2) Se trastocan los mismos valores que son consustanciales al festival como, por citar un ejemplo, que no es pecata minuta, la intrusión (que no inclusión por invitación) de un personaje que es promotor del son jarocho, sí, pero en un medallero que está destinado para los investigadores de la cultura afrocaribeña. Tal como si no hubiese a quién entregarle la medalla “Gonzalo Aguirre Beltrán”, habiendo en realidad tantos estudiosos ocupados en el tema hoy día... Mas no tiene la culpa el músico sino quien lo hizo compadre.

Sin más preámbulo entremos, al tema. ¿Es el son jarocho un son mexicano? Sí, indiscutiblemente que sí, diríamos con Perogrullo. Ahora bien, ¿cabe decir que el son jarocho está dentro de lo que podríamos llamar como afromestizo? Igualmente responderíamos que cabe declararlo, tomando en cuenta su doble raíz, que es la afroandaluza (y en donde lo afro lo podemos encontrar esencialmente, rítmicamente, en el percutir de la tarima por los bailadores). De que sea “afromexicano” no tenemos noticia de la existencia de una sola raíz, como sí la hay en lo afrohondureño, que se da con los garífunas, por ejemplo. Y vendría entonces la pregunta definitoria, ¿es el son jarocho afrocaribeño?, es decir, por ese solo hecho, el de tener también una raíz afro como la hay en el Caribe (con lo afroantillano, lo afrocaribeño). Y contestaríamos que no es automáticamente cierto, pues en primera instancia podríamos asismismo pensar --por poner un par de ejemplos tomados de la geografía musical en casi los extremos del continente— en el blues (lo afroamericano) y en el tango (que según estudios más o menos recientes, es hoy considerado como lo “afroargentino”) ─proceso este último que ha venido desarrollándose en el mismo tenor también con el son jarocho— pues bien, a nadie se le ha ocurrido pensar que por el solo hecho de tener raíces afro son, a sí mismos, afrocaribeños. Cuando en todo caso son únicamente: afroamericano (el blues), “afroargentino” (el tango), y “afromexicano” (el son jarocho). Ya que si bien Veracruz es igualmente Caribe (cultural y no geográficamente hablando), pues comparte gastronomía, música, una arquitectura vernácula de estilo afrocaribeño, etcétera, además de usos y costumbres parecidos, no nada más por ello, decíamos, el son jarocho es afrocaribeño automáticamente, sin haber de por medio estudios de musicólogos, etnomusicólogos, sociólogos de la música, críticos musicales, etc., que así lo convengan.

Muy a vuelo raudo y rasante de pájaro. La relación identitaria que se establece y en el que se sostienen los ritmos afroantillanos (porque cabe aclarar a los lectores que lo específicamente afrocaribeño sí existe y que no es lo estrictamente africano), tiene que ver por una parte con la esclavitud, que se mantuvo no sólo en las ínsulas antillanas sino también en la costa continental americana, y por otra, con el tambor, o para se exactos, con los toques de tambor (fusión polirítmica de diverso origen africano compartido por los esclavos en esta parte del mundo) fundamentalmente de carácter religioso. O sea, los ritmos caribeños nuclearmente contienen los mismos elementos, los comparten esencialmente desde diferentes ángulos. En tanto que en la música no afrocaribeña, en el blues, el tango y el son jarocho, muy a pesar de contar con células rítmicas semejantes, éstas distan mucho de lo afrocaribeño propiamente dicho.

Nos parece que haber afirmado así, de no tan buena manera, que el son jarocho es afrocaribeño, puede llegar a ser tan válido como decir por ejemplo, así porque sí, que el gobernador del estado es un astronauta que anda vagando (¿navegando?) perdido (¿sin rumbo?) por el espacio sideral-global de la cultura como solitario turista, sin una guía, sin faro alguno que ilumine su travesía, en un arriesgado viaje turístico-cultural que puede resultar una muy mala aventura. Además de lo controversial aquí, no sólo para muchas autoridades sino también para algunos promotores, al hablar así en pro del son jarocho, defendiendo de esta forma y no de otras, sus usos y costumbres, toda una forma de vida (que no de la moda juvenil de traer colgada del hombro enguayaberado una jarana sin saberla tocar, y, sobre todo, tratándose de gente de las urbes sin el conocimiento suficiente de la cultura sotaventina ─aunque muchos creen que así de todas maneras se está realmente impulsando─, y, en una imagen aún más lamentable, jóvenes “jaraneros” que van con alguna droga o una botella de licor en sus manos; y, por otra parte agreguemos que, tampoco lo hacemos de este modo para pretender caer en una lucha baladí entre lo que se considera el presente para con el son jarocho y lo que ya algunos consideran como “lo pasado-pasado”, entre puristas y reformadores de esta manifestación), es solamente hacerlo para puntualizar en el cómo se están presentando las cosas.

Debemos insistir, antes de continuar, que únicamente nos guía en este controversial tema del son jarocho no otra cosa que su defensa, y que de ninguna manera estaremos de acuerdo en un “rescate” mal entendido del mismo, el que excede torpemente los límites del rescate propiamente dicho. De tal manera que creemos, por una parte, que el darle seguimiento a una tradición nuestra, de la cual muy sanamente nos podemos sentir orgullosos, no significa en modo alguno aceptar que se invadan espacios destinados para otro tipo de manifestaciones, como en este caso el afrocaribeño (y es que en el puerto de Veracruz hay no sólo intérpretes, arreglistas y compositores de la música afroantillana, también hay promotores culturales de ello, a los que definitivamente se debería de tomar en cuenta; pues son veracruzanos que están produciendo ya también un son mexicano, un son criollo veracruzano, por su manufactura). Y, por otra parte, desde luego que mucho menos estaríamos de acuerdo en compartir la idea de que se tratara de imponerlo por la fuerza sobre otras formas culturales. No es el caso.

¿La “tradición” del marketing
o el marketing de la tradición?

No obstante, hoy día la promoción interinstitucional se ha redimensionado, pareciera que está tomando en sus manos el impulso a una difusión neofolcklorizante con miras a una público internacional, en donde no se recurre al fandango tradicional y ya ni siquiera se utilizan como anteriormente se hacía, los llamados ballets folclóricos, sino que se “coreografía” un (otro) baile y se fusiona (otra) música (una suerte de aporte a la world music) con reminiscencias de lo jarocho (incluido un vestuario estilizado), usándose para tal efecto las técnicas del marketing. Y es que una visión neoliberal que considera que todo es factible de comercializarse sin más, verá incluso en el (los) patrimonio(s) cultural(es) intangible(s) tal posibilidad de un consumo cultural no nada más nacional, sino uno que tribute espectáculo a un público global que es generador de divisas. O lo que es lo mismo, diríamos, dentro de una visión sumamente utilitaria en términos económicos respecto de la cultura, la cultura intangible como un servicio de mercado: ¡qué para algo más importante sirvan las tradiciones!

Sin embargo, surge aquí la pregunta de hasta qué punto el Estado, que sólo está facultado para difundir y promover a través de ciertas instituciones públicas la cultura, actualmente con el uso del marketing, ya no sólo está tomando ésta en sus manos, sino que prácticamente la está haciendo (¿será, pues, el marketing, una patente de corso otorgada a alguna dependencia por razón de Estado; entendida como una suerte de visto bueno para un “pirataje” cultural, dado el dejar hacer, dejar pasar, económico?). Y, así mismo, habría que ponderar hasta qué punto se pueden causar afectaciones de esta manera al patrimonio intangible veracruzano; siendo éste una mercancía más en el mercado que es diferente por su valor de uso a muchas de las otras mercancías en circulación, como ya veíamos. De otro lado, podemos decir que el único patrimonio intangible sobre el que el Estado no puede ejercer control alguno, es el religioso ─más exactamente sobre el catolicismo─, pues dicho control es impuesto por su propia jerarquía. No obstante, después de muchos años laicos, es la primera vez que el Gobierno del Estado apoya abiertamente, un tanto logísticamente, tanto como en materia de difusión, un evento de carácter eminentemente religioso (caso Guízar y Valencia).

Por si fuera poco, nada hay que avale una “tradición del marketing” sobre tradición alguna; esto en ningún tipo de patrimonio intangible nacional. No hay, pues, una legislación al respecto, o sea, hay un vacío legal sobre el marketing en la tradición que se viene haciendo en realidad. Habría que voltear a ver a otros países para saber qué han hecho en este renglón. Y seguramente no sería Estados Unidos uno de ellos, toda vez que quedaría inscrito ─con una historia en formación—dentro de la cultura de la mercantilización. Por otra parte, no nos interesa saber del marketing empleado en el museo del Elvis Preasley, por ejemplo, nos interesa sí, en cambio, conocer todo lo que han ideado y/o desarrollado países con una rica tradición histórica y cultural.

Por lo pronto, y ya para concluir con estas reflexiones, a más del aumento inconcebible en esta clase de burocracia no cultural ─es decir que, aun habiendo especialistas en las instituciones académicas estatales para emitir sus opiniones dentro de la musicología, etnomusicología, sociología musical, crítica musical, psicología musical, etc., para el son jarocho, que por alguna razón no son tomados en cuenta—también existe un analfabetismo funcional respecto a la cultura de esa tecnoburocracia empleada en los organismos oficinísticos generadores de ideas turístico-culturales, o, quizá, pudiera ser, que dada la eficacia nada más mercadológica, de alguna dependencia pública (con visos de empresa estatal) dedicada aparentemente a ser gestora y promotora de Turismo y una culturita, fuesen así, todas ellas juntas, las causantes de hacernos hoy estas esta serie de preguntas.

Sea entonces éste, el actual panorama para los gestores y promotores culturales veracruzanos que trabajan en torno a toda la labor artística e intelectual del patrimonio intangible en el estado. Por ello, se requeriría de hacer un frente común, es decir, ante una concepción para el desarrollo de una política de turismo cultural ─que no una de la cultura— que al parecer no admite ni otras perspectivas ni enmiendas. Cabe preguntarse ahora, si una suerte de “Santo Oficio” de la cultura a nivel nacional ya ha determinado la creencia en el marketing sobre el patrimonio como la única vía posible, ¿ya no hay nada que podamos hacer? No lo creemos. Lo que sí sabemos muy bien por el momento, es que festivales internacionales van, festivales internacionales vienen en el estado, y en aras de ese marketing a ultranza que están impulsando las autoridades, se va a ir dañando de todas maneras nuestro patrimonio intangible. También hace falta, igualmente lo sabemos, hacer algo más que esto, o sea, algo más que sólo posar nuestra mirada sobre lo que está aconteciendo en nuestro mundo cultural antes de que sea demasiado tarde. No se puede aplazar, asimismo, y se deberá recurrir a todos los medios que sean necesarios para recuperar lo nuestro, nuestro patrimonio histórico y cultural, que es aquello que nos puede unir ante la diversidad, por un lado, pero también ante la homogeneidad que intenta producir la globalización, de otro, haciéndoles ver en su oportunidad a nuestras autoridades, no otra cosa que lo que esté llevándose mal dentro de una política cultural para evitar posibles daños al patrimonio.

*E.P.- Es originario del puerto de Veracruz, México. Además de ser creador (ya en este blog ha colaborado con un poema que lleva por título In Memoriam, mismo que hizo en homenaje al dramaturgo veracruzano Hugo Argüelles), se ha desempeñado en el periodismo cultural como ensayista, analista cultural, comentarista de la actualidad, polemista y crítico. Y cabe subrayarlo, que es en esta su labor dentro de los medios de comunicación masiva, tanto públicos como privados (prensa escrita, radio y televisión), donde aparte de las tareas del periodismo propiamente dicho, se ha desempeñado como un comunicador específicamente del trabajo cultural, pues ha realizado tareas que van desde las más elementales prácticas diarias en las salas de redacción, pasando por la página editorial o la producción de programas, tanto como ha incursionado en plataformas de difusión cultural en las que se ha ido desarrollando a través del tiempo y que han sido, desde mero colaborador independiente dentro de las plantillas de colaboradores en múltiples y variados proyectos, pasando por algún consejo de redacción, hasta llegar a presentador, animador y difusor de trabajos culturales, con el único fin de dar a conocer la obra de otros. Y no sin mucho afán de justificar de ser lo suficientemente autorizado este comentario crítico aquí presentado por el autor, sólo diremos por añadidura que, al fundarse el Instituto Veracruzano de Cultura, el mismo fue responsable del anteproyecto para la creación del área de Patrimonio Cultural.