lunes, diciembre 11, 2006

Ignacio García: Coltrane en La Botijona










John Coltrane en La Botijona
Ignacio García

Era un domingo de diciembre de 1999. Una mañana helada. Una cruda espantosa, de esas que retuercen los huesos y astillan las mandíbulas, me devoraba. Eran las 5 a.m. de la maña y yo no tenía forma de saciar mi angustia: ningún bar abierto, ni un teporocho en las esquinas que me regalara un trago de caña con alumbre, o uno de marranilla con hierbabuena. Nada.

Le di vueltas al jardín del centro de Xochimilco en busca en una lata de cerveza medio vacía, de una “pacha” con algún residuo de alcohol o algún otro elíxir mágico que detuviera, no mi sed, sino la forma en que se me escapaba el alma. Se dice que el alcohólico no se va a ir al infierno…viene de allá. Esa mañana yo regresaba de ese lugar. En la filosofía ya hecha del bebedor compulsivo, existe una máxima que dice: “Si me tomo otro trago, me va a matar; si no me lo tomo, me voy a morir”. A mí ya no me importaban las filosofías y estaba a dispuesto a dar la vida por ese trago. Caminé tambaleante por una larga avenida que va hacia la salida del centro, tratando de hallar una licorería abierta y que estuviera dispuesta a aceptar mi chamarra en “prenda” de un trago. Pero nada.

La hora normal en que cantinas y licorerías abrían eran las diez de la mañana. Cinco horas…que para alguien, así como yo, es como el siglo de una punzada en la boca del estómago y un torniquete en lo más podrido de su cerebro. De pronto, allá, entre lo obnubilado y delirante de mi vista, vi a alguien barriendo el frente de la banqueta. Debe –me dije—ser un negocio, una tienda que venda chelas, algo. Caminé todo esperanzado.

Para sorpresa (y “suerte”) mía, el local resultó ser una pulquería cuyo dueño tenía por costumbre madrugar y barrer el frente de su negocio desde muy temprano. Lo que respiré entonces fue todo el oxígeno que me sobraba; y un poco de ese personaje gordo que tenía yo frente a mí. Tímido, me acerqué al hombre. Con un delantal blanco y un gorro de lana para el frío, me vio de reojo. Fingiendo mi urgencia le pregunté a qué hora abría el…Levante los ojos y leí…Volví a interrogar "¿A qué hora abre La Botijona?" Así se llamaba esa piquera expendedora de “caldo de oso”… “A las diez…”, contestó el gordo. ¿A las diez? ¡No puede ser! Eso es lo que él vio en mi rostro sin que yo dijera palabra. Con una compasión nacida de ver gente en condiciones como la mía, añadió el hombre: “Pero si quieres, tengo por ai’ un jarro…” No lo dejé que preguntara dos veces; entré primero que él a la pulcata y me senté, sacando los últimos veinte pesos que me quedaban en la bolsa. Trajo un vaso de cristal y lo llenó con un curado de tuna: “¿Te gusta la tuna?” ¡Qué preguntas!.

El vaso se fue hasta el fondo en cosa de dos segundos. Respiré. El alma me volvió al cuerpo. Otro vaso costaba diez pesos más, y yo sólo tenía otros nueve. Malas cuentas. Por más que rasqué entre los pliegues del pantalón, el balance era ése: nueve pesos. Recordé entonces que podía empeñar mi reloj, o la chamarra. Recordé también que un día antes había adquirido en la Gandhi una edición bilingüe (con una traducción infame) de Jean Cocteau, y que traía yo guardada en las bolsas de dentro de mi casaca de los Pumas. Cuando Gregorio (que era éste el nombre del pulquero) vio mi inventario, eligió, extrañamente, el libro…Me sirvió otros tres vasos de pulque que me hicieron regresar al Paraíso Terrestre. Entre servida y servida, el pulque-tender no dejaba de hojear el libro, interesarse…hacer de vez en cuando alguna pregunta sobre el autor de “Los niños terribles”. En uno de esos puntos, se puso de pie y encendió la rocola para que Jaramillo se dejara venir con una rola que mis ojos sintieron como un punzón en la córnea: “Me muerdo los labios / para no llamarte”… De pronto, Goyo (así me dijo que le llamara) se paró y dijo: “No, se ve que tú no eres de esos" (aunque sí lo soy, y Jaramillo me aniquila). Caminó y hurgó entre unas carpetas de donde extrajo un CD que, dijo: “Este te va a gustar”.

Era, según Goyo, John Coltrane. ¿Coltrane? No hallaba yo nada que me llevara a él. Ni el hard bop, el free jazz o el jazz modal tan sublimente adoptado por el músico. No era tampoco el jazzista de Blue Train, con el que estaba yo más familiarizado. Ésta, era una clase de pieza más bien de aposento, de incienso y alta liturgia. Pregunté a Goyo de qué se trataba esa música que de Coltrane tenía lo que yo de sobrio. Entonces él me enseñó la portada. Se trataba de Dear Lord, pero incluida en una mezcla de piezas bajo el título de un clásico de 1965 titulado A Love Supreme; un disco único, uno que demostró, en aquellos tiempos, que el jazz era un medio que se adecuaba a la búsqueda espiritual y lograba la fabulosa expresión de lo inexpresable. Eso era: John Coltrane con Dear Lord, allí dentro: en La Botijona.

Para entonces –cuando Coltrane lleva unos dos minutos de la pieza, yo (como muchos alcohólicos) ya tenía empeñada hasta la camisa, y los vasos de pulque seguían corriendo por mi mesa. Fue por el décimo tarro que Goyo se sentó a mi lado y, de manera inusual, sorpresiva y hasta kafkiana para mí, comenzó a hablarme de la historia de esa pieza: una suerte de jazz y gospel; de blues y plegaria, de grito de auxilio, pérdida y redención. ¿Un pulquero hablándome de eso? No cabe duda que el camino de los adictos está lleno de una gracia infinita.

Escuchar Dear Lord, aun en medio de tanto alcohol, me hizo estremecer. Cada nota, cada exhalación, ese tronido del aura salida del pulmón de Coltrane, invocando a alguien más grande que su propio sax, me desestabilizó. Coltrane tenía metido en su sax a un Ser a quien alababa; el sonido de las notas (entre el orín y el sudor de aquella pulquería) era capaz de hacer subir a la superficie algo de sagrado. Era Coltrane, el insuperable, el sax ronco y hermoso, la boquilla que dejaba filtrar la alquimia del rezo y el ala de la liturgia: era eso que pocas veces en la vida de un hombre puede coincidir para hacerlo sentir otra vez un ser erguido, vertical, lúcido y pensante.

La Botijona estaba en completo silencio –a pesar de los clientes que ya comenzaban a sentarse a las mesas…El Dear Lord de Gregorio era una versión larga (unos 13 minutos), pero nada rompía allí, dentro, con el acorde y la magistral presencia de Ése a quien Coltrane encendía un fuego de bengala con el puro tremolar de su saxo (1)

***

Goyo no me cobró nada. No quiso que le empeñara mi chamarra Puma. Le dejé mi mala versión de Cocteau. Le dejé un abrazo y un “autógrafo” en la primera página de Los niños terribles. Me llevé a Coltrane en el tímpano. Me traje conmigo el sonido de su sax, y la buena tradución de la pieza que fui masticando todo el regreso a casa: Amado Señor.

Días después, un ex-miembro de La Botijona me fue a ver a la casa donde me hospedaba en Xochimilco. Tenía yo que regresar a Veracruz, pero iba para darme la dirección de un amigo suyo, de aquí del Puerto. Se trataba de un humilde pescador que, si bien no sabía nada de Coltrane, me guió hacia el camino donde se desenreda uno de los nudos del alcohol, del martirio de las mañanas sin él, del dolor de muelas y cerebro.

De vez en vez, desde hace casi ya seis años, nos volvemos a juntar unos y otros; sea en el D.F., sea en Veracruz. No falta la música, la camaradería, la fraternidad. Tampoco, el que a alguien se le ocurra de porqué no en vez de esa salsa sabrosona, ponemos –nomás para acordarnos—el Dear Lord de John Coltrane (2)


Notas:

(1) Una de las aportaciones más reseñables de Coltrane es la que se refiere a la extensión de los solos de jazz, al eliminar cualquier límite temporal a los mismos y dejar su extensión al arbitrio de las necesidades del intérprete (de ahí que muchos temas de Coltrane sobrepasen, por ejemplo, los treinta minutos)

(2) Para el lector interesado en conocer, por lo menos, las primeras notas de esta pieza musical, he aquí un fragmento de Dear Lord(unos 2:31 min.) http://ignacio88.tripod.com/id10.html