Poesía y Muerte
El poeta y la Muerte
Por Ignacio García
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Buscaba, sin poderlo encontrar, su anterior y habitual miedo a la muerte. “Dónde está? ¿Qué muerte? No sentía miedo alguno porque no había muerte. En vez de muerte, era luz.
León Tolstoi
La muerte de Ivan Ilich
En su ensayo titulado Notas sobre poesía, José Gorostiza ofrece una visión, casi infinita, sobre el papel del escritor de poemas en esta tierra. El autor de Muerte sin fin, dice del poeta: “Entre todos los hombres él es uno de los pocos elegidos a quien se puede llamar con justicia un hombre de Dios”. Sea o no cierta tal afirmación, lo que sí resulta evidente es que el poeta de todos los tiempos se ha visto ligado a lazos y cordones indisolubles que para nosotros, los demás mortales, resultarían indiferentes. Estas ataduras, que el poeta percibe y asimila con una intensidad mayúscula, llevan el nombre de Amor, se identifican como Locura, presumen de Fe o rechazo en Dios; y están ardorosamente vinculadas con la palabra y pasión llamada Muerte.
De alguna forma, el poeta sublima estos objetos, a tal grado que llegan a ser una suerte de centro-cuadricular de su existencia. Los ejemplos en la historia de la literatura y de la poesía en especial, sobran. Me limitar a citar para el lector, los menos densos.
Nerval y su Estrella la muerte
Sobra, por ejemplo, Gerard de Nerval quien, un día soleado, lleno de vida y empuje, decide darse muerte colgándose de una viga del techo de un bodegón. Las razones parecen ser, más que lamentables, llenas de justicia. Nerval había, en meses pasados, perdido a la amada (Jeny Colón) a quien tiempo después la identificará, en su novela inconclusa, con el nombre de Aurelia. El poeta comenzó a enloquecer y a buscar, con el intento de salvar esto que creía un castigo el cielo, al ser divino. Por eso escribe: “A nosotros los poetas nos concierne mantenernos/ desnuda la frente, bajo las tempestades de Dios”. La búsqueda de Dios, los delirios y los bruscos saltos mentales, le llevan a la convicción de que, sólo a través de la muerte, habrá redención. La muerte se convertirá así, no en el final, sino en el reencuentro con el amor. En el intervalo, se le oirá decir:
“Mi única Estrella la muerte y mi luto constelado / llevan el sol negro de la melancolía”.
La muerte para Nerval no significa contra-vida, más bien es la sustancia desconocida que le hace vivir sin esperanza ¿Podrá la muerte, una vez cara a cara con ella, responder a cada una de nuestras interrogantes y paliar de algún modo el sufrimiento y la ausencia de la amada? ¿Es la muerte parte y esencia de Dios? ¿Quién sabe algo sobre esto? Nerval, comienza a maquinar su muerte; la concibe y dilata. Un buen día se cuelga de la viga. Deja una nota que parece responder a todas sus preguntas:
“¡Todo ha acabado, todo ha pasado! ¡Soy yo ahora quien debe morir y morir sin esperanza! ¿Qué es la muerte, pues? Si fuera nada … ¡Dios lo quisiera! Pero ni Él mismo puede hacer que la muerte sea nada”.
Novalis: un himno a la noche
Sofía von Kuhn, de trece años de edad, era la prometida de Novalis. El poeta había dejado de escribir para dedicar su tiempo a la preparación de las nupcias. El destino le fue adverso y la amada murió dos años después. Entonces, como si la muerte fuera un duro acicate, Novalis concibió uno de los poemas mayores de la literatura: Himnos a la noche; e inauguró, asimismo, la transfiguración de su vida entera. En las páginas de su Diario puede leerse una nota que reza: “Lo que experimenté por Sofía no es amor sino religión”. La resolución de morir, sometida a duras pruebas por la fascinación que siente por la vida, es templada por Novalis en periódicas visitas a la tumba de Sofía. La muerte toma forma de preparación, de meditación consciente según la define Albert Camus. En una de aquellas visitas, Novalis tiene una experiencia que traduce así: “Fui presa de un gozo indecible. Instantes de entusiasmo surgieron como relámpagos. De un solo soplo dispersé la tumba como si fuera polvo. Se la sentía próxima. A cada instante creí que iba a aparecer (…)”
Se dice que desde entonces Novalis vivió con la idea de que la muerte era un buen sitio para que Sofía lo esperara. En tanto, él le entregaba noche a noche fragmentos de sus himnos: la noche era esa muerte, tachonada por la estrella de Sofía.
La rosa de Höldering
El caso de Höldering se sitúa en los dominios de la leyenda. Hemofílico y débil, a los 34 años de edad, la locura había hecho presa de su mente. También a él se le fue el amor. Diótima lo abandonó para, posteriormente, morir. El poeta comenzó a arrancarse de sí mismo, se aisló del mundo y dejó que el delirio le mostrase la puerta luminosa de la muerte y Dios. “La misión del poeta —dirá, en uno de esos días de iluminación— es la de nombrar y celebrar a los dioses para introducir en la vida sus altas potencias”. Höldering soporta con heroísmo la pérdida, a la vez que va tramando su muerte: esperaba el éxtasis a través del cual se haría cierta la promesa de recuperar al ser ido. Con tino calculado, según reza la leyenda, un día decide su muerte; va al jardín donde alguien cultiva rosas, y se pincha un dedo. No procura curar la herida. Lentamente, el encono y la hemofilia hacen su tarea. Höldering muere persuadido de que el tramo que separa la vida de la muerte es lo suficientemente hermoso como para dar un paso atrás; y afirma: “Contemplar en la existencia verdadera a aquella que fue tu deseo: su esperanza y su consolación en un templo de tinieblas infernales”.
Otros casos no inadvertidos
Casi seguramente, esta página y muchas más se llenarían con nombres y corazones de poetas obsesionados por estos inasibles objetos. Baste citar a unos cuantos más, como nuestro Jorge Cuesta, quien llegó a apostar no por la muerte sino por la vida (experimentó con enzimas en su propio cuerpo, creyendo en la realidad de una fuente de la eterna juventud), y en el intento ingresó al reino de esa locura que es adjunta de la lucidez absoluta. Su Oda a un Dios mineral, es un repaso absoluto y vivo de alguien que es capaz de volarse la tapa de los sesos sin pestañear. O quizás podemos concluir con Hoffman para quien Julia Mara llega a ser una criatura única y misteriosa, y en ello le va la obsesión, la locura y por fin la muerte, mientras interpreta una composición musical dedicada a la amada. O Gilberto Owen, quien en el delirium tremens provocado por la ingestión y suspensión progresiva de alcohol, cree avizorar una senda luminosa y redentora. O (por qué no?), con Jaime Torres Bodet, cuya carta póstuma es más un canto a la vida que una despedida lamentable: lo que resulta lamentable es hacer sufrir a los demás por un cáncer que se introdujo en su carne uno de esos malos días de a vida. En todo caso, terminar con ese epitafio que Xavier Villaurrutia escribiera para Cuesta; el autor de Nostalgia de la Muerte, dice:
“Agucé la razón / tanto, que oscura/ fue para los demás/mi vida, mi pasión y mi locura/ Dicen que he muerto/ No moriré jamás: ¡Estoy despierto!/ Despertar es morir .. ¡No me despiertes”
2 Comments:
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Seguro, Carlos, estaremos publicando acerca de este autor que cuando escribía se sacaba los intestinos, y cuando terminaba se los volvía a meter.Ojalá puedas ayudarnos con tus comentarios a la obra de él.
Ignacio García
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