Carolina Cruz: El poder del macho
EL PODER DEL MACHO
Por Carolina Cruz
Para Vanesa Romero
Bola de nieve y Emiliano llegaron a mi vida el mismo día. La primera me costó ciento cincuenta pesos, porque ya venía operada y vacunada; el segundo me lo vino cargando desde Rinconada una querida amiga. Nunca imaginé lo que sucedería. Primero se dieron un agarrón entre los dos que tuve que mantenerlos separados todo un día y vigilar que Emiliano, a todas luces mayor y más fuerte, no acabara con la pequeña Bola.
Lo peor vino después. El encontronazo se dio de inmediato: el rey absoluto de todos mis territorios, el dueño indiscutible de las tierras, el que había pasado años demarcando sus terrenos, se encabronó y se largó. Una semana no apareció Cotino, lo busqué por todos los rincones de la casa, por todas las azoteas a las que pude brincar, llamé al 066 para reportar un gato desaparecido, nada… los días pasaban y Cotino no se mostraba. ¿Qué comerá, Dios mío?, sufría mientras pensaba si le había hecho una trastada al llevarle, a sus seis años de poseedor definitivo, dos pequeños contrincantes, obviamente más jóvenes, fuertes y bonitos.
A los tres días empecé a sospechar que estaba recluido en el lote baldío de la cuadra, ese al que la maleza le había crecido hasta formar casi una selva, donde los matorrales rebasaban la altura de cualquier persona, donde la maraña estaba tan crecida y tupida que nadie en sus cabales se atrevería a entrar. Pero yo nunca he sido reconocida precisamente por mi sensatez, así que decidí que al otro día entraría a buscarlo.
Mientras tanto, en un intento por localizar al dueño, le tomé fotos al lote baldío y días después las publicaron en los periódicos locales. Hablé a limpia pública del ayuntamiento para que fueran a chapearlo, “porque mi gato estaba ahí adentro”. Obviamente esos nunca hacen nada y menos con semejante argumento. Así que una vecina, que compartía mis angustias felinas, me pasó el tip de que el dueño de ese lote vivía en Puebla y era dueño de una gasera. ¡Saz! A hablar a todas las gaseras poblanas, en cada una el mismo discurso: “Oiga, disculpe ¿usted es dueño de un lote baldío ubicado en tal y tal dirección?” Después de como ocho u nueve “no”, por fin di con el propietario y le conté mi tragedia, por supuesto él entendía que era necesario que mandara a limpiar su terreno abandonado, pero… ¿por un gato atrapado?
Mientras el infeliz propietario del lote decidía si valía la pena o no mandar a una cuadrilla a chapearlo… yo me metí. Me puse botas, pantalón de mezclilla, un vestido encima, una camisa de manga larga, me tapé el pelo y la cara con un pañoleta, encima me puse un sombrero y guantes para las manos. Ahí estaba el maldito Cotino, mirándome fijamente a los ojos. Cada que trataba de atraparlo huía más hacia el fondo de aquella jungla, de nada valieron súplicas, explicaciones, que él seguía siendo el rey de la casa, el dueño de mi corazón, etc. Me tuve que salir, temerosa de los bichos y alimañas.
Cuando el dueño del lote recibió por e-mail las fotos publicadas en los periódicos, más otras vistas que tomé, por fin mandó a la cuadrilla. Para eso, el Cotino ya tenía una semana de vivir ahí… sin comer. Entonces, en cuanto entró la maquinaria a destruirle su paraíso de protesta, salió corriendo, por fin, para la casa. Tras gruñirles y asustarlos, les metió una revolcada a los pobres de Bola y Emiliano, que tuve que separarlos: una recámara para cada quien. Pero Cotino, indignado, continuaba con su rebelión. No se me acercaba, empezó a orinar toda la casa, si lo abrazaba me gruñía y enseñaba sus enormes colmillos, se metió debajo de una cama, dejó de comer, sólo salía por las noches, mientras yo trataba de dormir aterrorizada pensando que iba a degollar a los pequeños.
Tenía que haber un final. Después de intentar regalar a Bola y Emiliano, sin que nadie quisiera aceptar un par de gatos, fueron a parar a una clínica para huérfanos. A Cotino le revisé los colmillos y se los mandé a rebajar. Pero ya no está más conmigo, pues en las noches acostumbraba llegar y platicaba con él… hasta que un día me contestó: “¡Qué bueno que llegas! Tengo hambre, dame de cenar”.
Foto: Manuel Salinas, Hamaca Brasileña
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