Ignacio García: Bukowski en L.A.
Ignacio García
Bukowski en Los Ángeles
Creo que aparte de mí (modestia aparte), nadie ha tomado más cerveza que Charles Bukowski. La diferencia es que yo dejé de beberla, permití que mi cuerpo procesara el 90% de alcohol que había en la sangre y dejé a la alquimia continuar con su proceso (1); en tanto que el poeta, autor de You Get So Alone At Times That It Just Makes Sense, murió en 1994, y no precisamente de una gripe asiática. Cosas del destino alcohólico.
Bukowski nació en 1920 en la ciudad alemana de Aldernach, pero a los dos años se trasladó con su familia a Los Ángeles, donde vivió toda su vida. Durante muchos años, y tras un fracasado, breve y descompuesto paso por la universidad, ésta lo abandonó y comenzó a ganarse el sustento haciendo de todo... cuando le sobraba el tiempo...Lo demás de éste lo gastaba en “periodos de vacaciones”, apostando en el hipódromo y bebiendo cerveza a mares. El ocio es traicionero, así que empezó a escribir cuentos muy joven, pero, tras un primer relato publicado por una revista clandestina en 1944, abandonó la literatura por un espacio de diez años. En ese período no tuvo otra cosa que sentar los cimientos de su leyenda alcohólica.
Sus primeras obras se publicaron en la década de 1960 en editoriales y revistas underground; a esta época pertenecen colecciones de poemas como Crucifijo en una mano muerta (1965) o la que para muchos es su mejor obra en verso, Los días pasan como caballos salvajes sobre las colinas (1969). La poesía de Bukowski --quien lgustaba de vanagloriarse de haber escrito su primer poema a los 35 años-- está marcada por un realismo descarnado a la vez que explícito: tierno en ocasiones y brutal en otras, abundante en datos autobiográficos, personalísimo y pleno de humor ácido y desencantado. Nunca abandonó su producción en verso que, con los años, se fue haciendo más directa, más sobria, densa, a la vez que ácida y correosa, como sucede en El amor es un perro del infierno (1974), Shakespeare nunca lo hizo (1979) o La última noche de la tierra (1992). Bukowski escribió más de treinta poemarios, que le han acreditado como gran poeta.
***
Durante mi estancia de dos años en Los Ángeles conocí a Bob Martinez, una especie de derviche solitario con un studio (departamento de una solo cuarto) en la avenida Alvarado, y admirador de Bukowski –-no tanto por su obra literaria como de su capacidad casi bárbara para consumir Heineken, Blue Star, Budweiser u otra cerveza que los amigos le invitaran. Un día domingo, este Martinez, me citó en la calle 6ª. y la avenida San Pedro para, según él, llevarme a sitios frecuentados por el poeta, además de mostrarme el hotel donde escribió uno de sus libros más famosos: Soy la orilla de un vaso que corta, soy sangre.
Le creí. Me llevó a lo largo de toda la San Pedro, saludando de mano a cuanto homeless se le paraba enfrente, a la vez que les aseguraba que yo era un poeta mexicano que andaba tras las huellas de Bukowski. Eso bastó para que iniciara un proceso de mercadería casi negra. Uno de esos vagos dijo que guardaba una vieja camiseta que había pertenecido al poeta. “Five bucks”, me dijo. Se metió a una tienda de lona tendida en la banqueta; tras breves minutos apareció con una tela llena de agujeros y el sostén cosido con hilo de color distinto. Era la “camiseta" de Bukowski. Claro, todavía sudorosa, se la había sacado de él mismo, y me la había presentado como la prenda envidiada. Ahora, sólo lucía una vieja chaqueta militar con un nombre sobre la tetilla derecha: J. Fireless.
Otro, sacó un cuaderno espiralado. Juró que contenía poemas manuscritos de Bukowski; que más de uno había tratado de comprárselo e, incluso, la Rolling Stone le había prometido, apenas una semana atrás, un billete de 100 dólares por el cuaderno. Él se había negado, pero ahora, por sólo 15 de esos papeles, estaba dispuesto to make a sacrifice y vendérmelo a mí...tanto por ser amigo de Martinez, como el hecho de hacerle yo también a la poesía. Otro fue más honesto. Se dijo veterano de Vietnam, miembro de la generación beat y fotógrafo aficionado. Había hecho algunos shots a Bukowski, y aquí están las fotos: de tamaño postal, mugrientas y al punto del amarillo. Aún así, en buen estado. Llevé conmigo cinco de esas fotografías.
Lo increíble, fue ver --a lo largo de esos callejones llenos de basura y escombro-- quiénes eran los verdaderos admiradores de Bukowski: gente que busca acomodo en los shelters locales. Allí se hallaban quienes alguna vez habían sido arquitectos, diseñadores, corredores de bolsa y del reality state; un viejo marinero con una bitácora de aventuras, un escritor que había sido publicado en el New York Times, una prostituta que se decía secretaria de Patricia Highsmith. El público y seguidores de Bukowski se encuentra en mucho de este puñado de apátridas, parias, soñadores callejeros, que suelen pasar la noche en tiendas levantadas en parques y banquetas, o bien en los subterráneos del sistema pluvial o edificios abandonados y sin servicio alguno.
Fue cuando llegamos a un viejo hotel en la Crocker St., que Bob me dijo: “Aquí es”. Un antiguo edificio abandonado, de un opaco grasiento y escaleras de hierro saturadas de óxido; ventanas sin puertas y cortinas llenas de moho que vuelan al aire como banderas vencidas. Al subir, salen al paso traficantes de yerba y meta, proxenetas, prostitutas, junkers y raperos, casi todos de raza negra. Al parecer, Martinez tiene permiso de picaporte: "He's a brother...", señala a los que nos miran, sospechosos, caminar hacia el tercer piso del edificio. No hay problema, abren paso sin hacer ningún “pancho”. Llegamos por fin al Room-307: “Here you go...”, dice Martinez. Entramos. La habitación es reducida; sólo una cama individual con aspecto de catre, un buró donde todavía permanece abierta una Biblia de los Gedeones; una docena de libros en el suelo, revistas, papeles escritos por los dos lados, un buen número de cajetillas de cigarros vacías. Un lavabo, una lámpara estilo gótico, y unas tres docenas de latas de cerveza, completan el escenario.
Estoy a punto de quedar decepcionado, pues la habitación bien pudo ser la cualquiera de ésos que la policía de L.A. tiene en sus archivos como “malviviente”; pero Martinez se dirige al baño, abre la puerta y me pide que mire. En una de las viejas paredes, ya al punto del descascare, se halla un texto, escrito con grafito, un poema titulado:
A la puta que se llevó mis poemas
Algunos dicen que debemos eliminar del poema
Durante mi estancia de dos años en Los Ángeles conocí a Bob Martinez, una especie de derviche solitario con un studio (departamento de una solo cuarto) en la avenida Alvarado, y admirador de Bukowski –-no tanto por su obra literaria como de su capacidad casi bárbara para consumir Heineken, Blue Star, Budweiser u otra cerveza que los amigos le invitaran. Un día domingo, este Martinez, me citó en la calle 6ª. y la avenida San Pedro para, según él, llevarme a sitios frecuentados por el poeta, además de mostrarme el hotel donde escribió uno de sus libros más famosos: Soy la orilla de un vaso que corta, soy sangre.
Le creí. Me llevó a lo largo de toda la San Pedro, saludando de mano a cuanto homeless se le paraba enfrente, a la vez que les aseguraba que yo era un poeta mexicano que andaba tras las huellas de Bukowski. Eso bastó para que iniciara un proceso de mercadería casi negra. Uno de esos vagos dijo que guardaba una vieja camiseta que había pertenecido al poeta. “Five bucks”, me dijo. Se metió a una tienda de lona tendida en la banqueta; tras breves minutos apareció con una tela llena de agujeros y el sostén cosido con hilo de color distinto. Era la “camiseta" de Bukowski. Claro, todavía sudorosa, se la había sacado de él mismo, y me la había presentado como la prenda envidiada. Ahora, sólo lucía una vieja chaqueta militar con un nombre sobre la tetilla derecha: J. Fireless.
Otro, sacó un cuaderno espiralado. Juró que contenía poemas manuscritos de Bukowski; que más de uno había tratado de comprárselo e, incluso, la Rolling Stone le había prometido, apenas una semana atrás, un billete de 100 dólares por el cuaderno. Él se había negado, pero ahora, por sólo 15 de esos papeles, estaba dispuesto to make a sacrifice y vendérmelo a mí...tanto por ser amigo de Martinez, como el hecho de hacerle yo también a la poesía. Otro fue más honesto. Se dijo veterano de Vietnam, miembro de la generación beat y fotógrafo aficionado. Había hecho algunos shots a Bukowski, y aquí están las fotos: de tamaño postal, mugrientas y al punto del amarillo. Aún así, en buen estado. Llevé conmigo cinco de esas fotografías.
Lo increíble, fue ver --a lo largo de esos callejones llenos de basura y escombro-- quiénes eran los verdaderos admiradores de Bukowski: gente que busca acomodo en los shelters locales. Allí se hallaban quienes alguna vez habían sido arquitectos, diseñadores, corredores de bolsa y del reality state; un viejo marinero con una bitácora de aventuras, un escritor que había sido publicado en el New York Times, una prostituta que se decía secretaria de Patricia Highsmith. El público y seguidores de Bukowski se encuentra en mucho de este puñado de apátridas, parias, soñadores callejeros, que suelen pasar la noche en tiendas levantadas en parques y banquetas, o bien en los subterráneos del sistema pluvial o edificios abandonados y sin servicio alguno.
Fue cuando llegamos a un viejo hotel en la Crocker St., que Bob me dijo: “Aquí es”. Un antiguo edificio abandonado, de un opaco grasiento y escaleras de hierro saturadas de óxido; ventanas sin puertas y cortinas llenas de moho que vuelan al aire como banderas vencidas. Al subir, salen al paso traficantes de yerba y meta, proxenetas, prostitutas, junkers y raperos, casi todos de raza negra. Al parecer, Martinez tiene permiso de picaporte: "He's a brother...", señala a los que nos miran, sospechosos, caminar hacia el tercer piso del edificio. No hay problema, abren paso sin hacer ningún “pancho”. Llegamos por fin al Room-307: “Here you go...”, dice Martinez. Entramos. La habitación es reducida; sólo una cama individual con aspecto de catre, un buró donde todavía permanece abierta una Biblia de los Gedeones; una docena de libros en el suelo, revistas, papeles escritos por los dos lados, un buen número de cajetillas de cigarros vacías. Un lavabo, una lámpara estilo gótico, y unas tres docenas de latas de cerveza, completan el escenario.
Estoy a punto de quedar decepcionado, pues la habitación bien pudo ser la cualquiera de ésos que la policía de L.A. tiene en sus archivos como “malviviente”; pero Martinez se dirige al baño, abre la puerta y me pide que mire. En una de las viejas paredes, ya al punto del descascare, se halla un texto, escrito con grafito, un poema titulado:
A la puta que se llevó mis poemas
Algunos dicen que debemos eliminar del poema
los remordimientos personales,
permanecer abstractos, hay cierta razón en esto,
pero ¡POR DIOS!
¡Doce poemas perdidos y no tengo copias!
¡Y también te llevaste mis cuadros, los mejores!
¡Es intolerable!
¿Tratas de joderme como a los demás?
¿Por qué no te llevaste mejor mi dinero?
Usualmente lo sacan de los dormitorios y de los pantalones borrachos y enfermos
en el rincón.
en el rincón.
La próxima vez llévate mi brazo izquierdo o un billete de 50,
pero no mis poemas.
No soy Shakespeare pero puede ser que algún día ya no escriba más,
abstractos o de los otros.
Siempre habrá dinero y putas y borrachos
hasta que caiga la última bomba,
pero como dijo Dios, cruzándose de piernas:
veo que he creado muchos poetas pero no mucha poesía.
***
Cuando salimos, ya el sol ha caído sobre Los Ángeles. El frío cala duro y las fogatas en parques, banquetas y solares comienzan a erguir sus llamas. Atravesamos el campamento de este montón de seres subterráneos con la misma facilidad con la que entramos: "He's a brother... He's a poet finding out on Bukowski..." Y otras frases en un meta-lenguaje para mí inaccesible. No faltó quien, al paso --y al oír acerca de mis andanzas por esos tendederos-- sacara una Budweiser de botella --todavía con la mitad del líquido— y tratara de vendérmela con el argumento de “This is the last Bukowski’s drinking”.
Mientras caminamos por la Alvarado para ir a dormir en el studio de Martinez, sigo el rumor de esas voces anónimas. Algunas cantan, otras gimen; unas más deletrean un himno negro, o se cuentan episodios de una vida inventada; cuando no, se dicen unos a otros algunos versos de Bukowski el cervecero: versos que, en estos momentos, yo también hago míos:
qué grandes tipos eran esos viejos perros, me ayudaron a atravesar
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Cuando salimos, ya el sol ha caído sobre Los Ángeles. El frío cala duro y las fogatas en parques, banquetas y solares comienzan a erguir sus llamas. Atravesamos el campamento de este montón de seres subterráneos con la misma facilidad con la que entramos: "He's a brother... He's a poet finding out on Bukowski..." Y otras frases en un meta-lenguaje para mí inaccesible. No faltó quien, al paso --y al oír acerca de mis andanzas por esos tendederos-- sacara una Budweiser de botella --todavía con la mitad del líquido— y tratara de vendérmela con el argumento de “This is the last Bukowski’s drinking”.
Mientras caminamos por la Alvarado para ir a dormir en el studio de Martinez, sigo el rumor de esas voces anónimas. Algunas cantan, otras gimen; unas más deletrean un himno negro, o se cuentan episodios de una vida inventada; cuando no, se dicen unos a otros algunos versos de Bukowski el cervecero: versos que, en estos momentos, yo también hago míos:
qué grandes tipos eran esos viejos perros, me ayudaron a atravesar
esos días como navajas y noches llenas de ratas;
y mujeresregateando como martilleros del infierno.
mis hermanos, los filósofos, me hablaban como nadie
venido de las calles o alguna otra parte;
llenaban un inmenso vacío.
Qué buenos muchachos, ah, ¡qué buenos muchachos!
***
La noche se vuelve más pesada sobre la urbe angelina. Pasamos por algunos bodegones disfrazados de surtideros de cerveza. Al paso de ellas, la gente me saluda como si fuera uno de ellos. Me pregunto entonces si a Bukowski le hubiera gustado estar en una de las tantas piqueras en las que yo me metí para hacer poesía aquí en el Puerto: la San Pablo y El Túnel del Amor, El Barón Rojo, Vitamar, El Muelle Inglés, El Perico o La Casandra con su piedra múcara y perfume de ácido muriático y magnolias. Me pregunto si le hubiera gustado leer allí sus poemas, como me ha gustado hacerlo a mí algunas noches de bohemia entre los amigos. Y también me pregunté (¡Cómo no!) si, como él, habré dejado en alguna de esas piqueras, tal vez La Chatita Gorda, alguna cerveza medio vacía: una que me estará esperando por lo menos este día, 19 de noviembre.
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La noche se vuelve más pesada sobre la urbe angelina. Pasamos por algunos bodegones disfrazados de surtideros de cerveza. Al paso de ellas, la gente me saluda como si fuera uno de ellos. Me pregunto entonces si a Bukowski le hubiera gustado estar en una de las tantas piqueras en las que yo me metí para hacer poesía aquí en el Puerto: la San Pablo y El Túnel del Amor, El Barón Rojo, Vitamar, El Muelle Inglés, El Perico o La Casandra con su piedra múcara y perfume de ácido muriático y magnolias. Me pregunto si le hubiera gustado leer allí sus poemas, como me ha gustado hacerlo a mí algunas noches de bohemia entre los amigos. Y también me pregunté (¡Cómo no!) si, como él, habré dejado en alguna de esas piqueras, tal vez La Chatita Gorda, alguna cerveza medio vacía: una que me estará esperando por lo menos este día, 19 de noviembre.
(1) Para más razones de lo mismo, el lector puede leer-bajar-imprimir la novela en la que, a flashazos de memoria, se narra la historia de pérdida y redención de un poeta alcohólico: Su nombre hasta ahora, del propio Ignacio García.
1 Comments:
Buena crónica, me gustaría ver las fotos.
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