domingo, abril 24, 2005

En busca de la Palabra


Por Ignacio García

Texto leído en el Encuentro Literario El Libro y el Universitario, organizado por el Centro Universitario Hispano Mexicano CUHM (Veracruz, México) el 21 de abril de 2005

Para Ezra Michelet, quien también busca en la Palabra

Al paso de los años ──y a la mitad y un poco más allá de mi existencia─ creo poder reducir mis nexos con los libros en una sola frase: asombro y lucidez. Los libros, parafraseando a Albert Camus, están hechos para animar la imaginación; y son, como bien afirma Borges, un ajedrez misterioso cuyo tablero y piezas cambian como un sueño. Este ha sido para mí el mayor impacto de los libros: imaginación y asombro, estupefacción y maravilla, a la vez que lucidez y conmoción. En algún lado he escrito

¿Por qué no soy yo también escritura
para doblar la página virgen
y anudar con ejes de mi cuerpo
fantasías y devoción?
Pienso en esto
mientras le doy cien vueltas
al arco de mi lápiz


Y al dar vuelta al lápiz, puedo decir con toda seguridad que los libros, todos los libros, han sido compactados en uno solo: en un único libro. Esta idea no es mía, sino de otros mucho más insignes que yo. El libro, entonces, no sólo me ha resultado en placer lúdico y de conocimiento, sino en una extensión anímica de mi ser. Es decir, he sido de los afortunados a quien, por revelación inefable, le ha sido permitido incorporarse a la elaboración de ese único Libro.

Al hacer un inventario de aquellos libros y escritores que mi mente repite constantemente, veo que son apenas un puñado. El extraño de Albert Camus, Ulises de James Joyce, Rayuela de Julio Cortázar, Larva de Julián Ríos, El Mar de Jules Michelet, El gran Inquisidor de Dostoievsky, las Memorias de Nabokov y Ficciones de Borges. De los poetas atesoro El cementerio marino de Paul Valéry, las Iluminaciones de Rimbaud, Las flores del mal de Baudelaire, los Cantos de Ezra Pound, Árbol Adentro de Octavio Paz, los haikú de Basho, y ese otro libro destructor de mitos literarios ─no sé si poesía o explosión─ titulado El amor loco de André Bretón.
Otros libros no me han sido despreciables, y los anudo al cordel de la novela y la poesía: La Piscopatología General de Karl Jaspers, la Historia de Michelet, La rama dorada de Frazer, las Iniciaciones Místicas de Mircea Elaide, el Cálculo infinitesimal de Leibniz, El lenguaje del corazón de AA, la Genética de Paul Bruce, el Diseño Inteligente de Michael Behe, El Placer de vivir de Lyn Yutang, y ante todo y sobre todo, el libro de los libros, la Biblia, en su hermosa y acertada versión de la Génova.

Un libro es Palabra y la palabra es sangre y es oxígeno. Yo he tratado de efectuar un doble juego en la vida: ser un lector de esa palabra, a la vez que buscarla con ansia, escribiendo para ello un atado de cuadernos de poesía. Pero ¿qué es y dónde se halla esta Palabra que con tanto anhelo he buscado?

La más antigua tradición oculta, sostiene que una lengua original única o Ur-Sprache corre disimuladamente bajo nuestras discordias actuales, y que tal vez se encuentra en estado latente bajo el áspero tumulto de lenguas rivales que siguió al derrumbe del zigurat de Nemrod. En mayor o menor grado, esta lengua original, representa, encarnándola, el Logos original y primitivo, el acto de la Creación instantánea por el cual Dios había, literalmente, “hablado el mundo”.
En el Edén, cada vez que el hombre hablaba, volvía a representar, remedaba por su cuenta el mecanismo nominalista de la creación. La lengua del Edén era como un cristal translúcido; la atravesaba una luz de comprensión absoluta. Lo ocurrido en Babel fue como una segunda herida en el corazón del hombre; elevación y caída de los signos y su orden, en algunos aspectos resultó tan desoladora como la primera: el hombre fue despojado de la certidumbre de poder aprehender y comunicar la realidad. Se había perdido irremediablemente la Ur-Sprache misma. De ahí que Octavio Paz, por ejemplo, diga que el remedio a esta pérdida es la poesía, pues a través de ella podemos acceder al reino perdido y recobrar antiguos poderes.

Esta suerte de memoria racial, conlleva a la indagación sobre cuál era en realidad la verdadera lengua de Adán. ¿Se trata de una lengua antigua de ese caldeo cuyos remotos vestigios pueden ser discernidos en los nombres de las estrellas y los ríos legendarios? Los gnósticos judíos sostienen que el hebreo de la Torá era sin duda el idioma de Dios. Y el Corán de los musulmanes no es otra cosa que un atributo más de Dios. De la sabiduría brahamánica a las tradiciones populares celtas y norafricanas, todas las mitologías lingüísticas, o prácticamente todas, coinciden en creer que la lengua original se dividió en setenta y dos fragmentos o en cualquier múltiplo de ese número. De existir, estas claves estarían ocultas muy profundamente. Los miembros de la cábala y los discípulos de Hermes Trimegisto trataban de descifrarlas interrogando las configuraciones de las letras y de las sílabas, invirtiendo palabras y aplicando a los nombres antiguos —en especial a los diversos nombres del Creador— un cálculo tan intrincado como el de los quirománticos y astrólogos. Sabemos que actualmente las modernas computadoras han dado paso al enigmas como del Código Bíblico que cibernéticamente trata de desentrañar también el misterio de aquella Palabra original.

Aun cuando el hebreo puede darse el privilegio de un contacto directo, la cábala reconoce que todas las lenguas son un misterio y que todas se relacionan, en última instancia, con la palabra divina. Se dice que Angelus Silesius —para quien el mudo y el sordo son las criaturas que más cerca están de la vulgata perdida del Edén— enseñaba, entre los años de 1660 y 1670, que Melquisedec, rey de Salem y sacerdote del Altísimo (Génesis, 14:17) habría grabado en un cuero de carnero (llamado Silius) la palabra divina: summa de la combinación 6 x 12 que conduce al estado original de la lengua. El Silius permaneció extraviado después de la destrucción de Sodoma y Gomorra, hasta que un templario de nombre Welheim VaIk dio con él en Tierra Santa y lo puso a buen resguardo.

Desde entonces, la custodia de ese tesoro fue encomendada a hombres adscritos a sociedades secretas. No son pocos los que se han referido al hecho de manera velada (Platón, Paracelso, Descartes, Agrippa de Nettesheim, Jacob Böhme, Mallarmé, Chomsky, Nabokov, Wittgentein, y el mismo Borges ─me pregunto si uno de los aquí presentes no será alguno de esos custodios, o estaré en vías de serlo, en cualquier instante en que arremeta contra la escritura..
Se dice, incluso, que ya en una ocasión Newton había sugerido, no la destrucción del pergamino (temeroso de que algún mortal diera con él ), pero si el traslado del Nombre (sus combinaciones) a un sinfín de objetos que abarcaría vidrios, paredes, árboles, estrellas, anémonas y fuegos. Gran parte de los fragmentos del Nombre vivirían disfrazados en las obras de arte y libros que los hombres fueran creando. Si hacemos caso al misticismo merkabah, de que todo carácter escrito encarna un detalle del panorama esencial de la creación, y toda experiencia humana en su totalidad —discursos venidos y por venir— están ya latentes en las letras del alfabeto, entonces podría suponerse que la sugerencia de Newton era, de antes, un acontecimiento visto.
A partir de lo que se ha dado en llamar la gran dispersión, un selecto grupo artistas y poetas han dejado impresos los signos secretos de aquella lengua original. No faltan, por supuesto, aquellas personas que creen el Siluis en un sentido metafórico: el Nombre sigue —por indeleble— intacto; alguien en algún sitio de esta tierra conserva, no sin aprensión constante, ese enigma capaz de hacernos volver al estado puro y original del habla. Cuestión ya sugerida por Novalis cuando advierte que su Shemhamporash con es otra cosa que el Nombre dicho y escrito bajo el delirium.
Convencido más bien por la sospecha de que el Silius se halla disperso en la nostalgia y el ardor de los hombres, me he dado ─ya lo he dicho─ a la tarea de escribir dos novelas y una serie de cuadernos de poesía cuyo mérito mayor es haberme hecho inmensamente feliz, y tal vez, conmovido a tres o cuatro que son quienes forman mi círculo de lectores. Repito que mi obsesión por escribir no es más que un reclamo. Una necesidad urgente también; un llamado al cuerpo de la palabra que se niega. Ha sido, a la vez, una lectura íntima, una reconciliación amorosa, un guiño cómplice a todos aquellos quienes a través de su creación literaria reúnen los fragmentos de aquella Palabra primera.

A fin de cuentas creo que he sabido serle fiel a esta Palabra. Me he negado a contaminarla mezclándola con ruegos y actitudes sumisas ante las burocracias. Me he negado a pedir migajas a los usureros de la literatura, y resistido a tocar puertas para suplicar especie, becas, premios, publicaciones, espacios. Siempre que éstos se han dado ha sido más por la generosidad de mis amigos que por concesiones de la elite que dispensa favores.

Concluyo diciendo que un buen libro, si bien en grado menor, debe parecerse al Reino de los Cielos, el cual el hombre-lector hace bien en buscar como se busca una perla de gran precio, y cuando la halla, vende todo lo que tiene para obtenerla.

Bibliografía

Albert Camus, El Mito de Sísifo, Aguilar OC, Madrid,1982
George Steiner, En busca de Babel, FCE, México, 1968
Novalis, Fragmentos, Revista de la UNAM, 1987, No. 123
Octavio Paz, El arco y la lira, FCE, México, 1985

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martes, abril 19, 2005

El Poeta y la Muerte


El poeta y la Muerte
Por Ignacio García

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Buscaba, sin poderlo encontrar, su anterior y habitual miedo a la muerte. “Dónde está? ¿Qué muerte? No sentía miedo alguno porque no había muerte.
En vez de muerte, era luz.

León Tolstoi
La muerte de Ivan Ilich

En su ensayo titulado Notas sobre poesía, José Gorostiza ofrece una visión, casi infinita, sobre el papel del escritor de poemas en esta tierra. El autor de Muerte sin fin, dice del poeta: “Entre todos los hombres él es uno de los pocos elegidos a quien se puede llamar con justicia un hombre de Dios”. Sea o no cierta tal afirmación, lo que sí resulta evidente es que el poeta de todos los tiempos se ha visto ligado a lazos y cordones indisolubles que para nosotros, los demás mortales, resultarían indiferentes. Estas ataduras, que el poeta percibe y asimila con una intensidad mayúscula, llevan el nombre de Amor, se identifican como Locura, presumen de Fe o rechazo en Dios; y están ardorosamente vinculadas con la palabra y pasión llamada Muerte. De alguna forma, el poeta sublima estos objetos, a tal grado que llegan a ser una suerte de centro-cuadricular de su existencia. Los ejemplos en la historia de la literatura y de la poesía en especial, sobran. Me limitar a citar para el lector, los menos densos.

Nerval y su Estrella la muerte.

Sobra, por ejemplo, Gerard de Nerval quien, un día soleado, lleno de vida y empuje, decide darse muerte colgándose de una viga del techo de un bodegón. Las razones parecen ser, más que lamentables, llenas de justicia. Nerval había, en meses pasados, perdido a la amada (Jeny Colón) a quien tiempo después la identificará, en su novela inconclusa, con el nombre de Aurelia. El poeta comenzó a enloquecer y a buscar, con el intento de salvar esto que creía un castigo el cielo, al ser divino. Por eso escribe:

“A nosotros los poetas nos concierne mantenernos/ desnuda la frente, bajo las tempestades de Dios”.

La búsqueda de Dios, los delirios y los bruscos saltos mentales, le llevan a la convicción de que, sólo a través de la muerte, habrá redención. La muerte se convertirá así, no en el final, sino en el reencuentro con el amor. En el intervalo, se le oirá decir:

“Mi única Estrella la muerte y mi luto constelado / llevan el sol negro de la melancolía”.

La muerte para Nerval no significa contra-vida, más bien es la sustancia desconocida que le hace vivir sin esperanza ¿Podrá la muerte, una vez cara a cara con ella, responder a cada una de nuestras interrogantes y paliar de algún modo el sufrimiento y la ausencia de la amada? ¿Es la muerte parte y esencia de Dios? ¿Quién sabe algo sobre esto? Nerval, comienza a maquinar su muerte; la concibe y dilata. Un buen día se cuelga de la viga. Deja una nota que parece responder a todas sus preguntas: “¡Todo ha acabado, todo ha pasado! ¡Soy yo ahora quien debe morir y morir sin esperanza! ¿Qué es la muerte, pues? Si fuera nada … ¡Dios lo quisiera! Pero ni Él mismo puede hacer que la muerte sea nada”.

Novalis: un himno a la noche

Sofía von Kuhn, de trece años de edad, era la prometida de Novalis. El poeta había dejado de escribir para dedicar su tiempo a la preparación de las nupcias. El destino le fue adverso y la amada murió dos años después. Entonces, como si la muerte fuera un duro acicate, Novalis concibió uno de los poemas mayores de la literatura: Himnos a la noche; e inauguró, asimismo, la transfiguración de su vida entera. En las páginas de su Diario puede leerse una nota que reza: “Lo que experimenté por Sofía no es amor sino religión”. La resolución de morir, sometida a duras pruebas por la fascinación que siente por la vida, es templada por Novalis en periódicas visitas a la tumba de Sofía. La muerte toma forma de preparación, de meditación consciente según la define Albert Camus. En una de aquellas visitas, Novalis tiene una experiencia que traduce así: “Fui presa de un gozo indecible. Instantes de entusiasmo surgieron como relámpagos. De un solo soplo dispersé la tumba como si fuera polvo. Se la sentía próxima. A cada instante creí que iba a aparecer (…)” Se dice que desde entonces Novalis vivió con la idea de que la muerte era un buen sitio para que Sofía lo esperara. En tanto, él le entregaba noche a noche fragmentos de sus himnos: la noche era esa muerte, tachonada por la estrella de Sofía.

La rosa de Höldering

El caso de Höldering se sitúa en los dominios de la leyenda. Hemofílico y débil, a los 34 años de edad, la locura había hecho presa de su mente. También a él se le fue el amor. Diótima lo abandonó para, posteriormente, morir. El poeta comenzó a arrancarse de sí mismo, se aisló del mundo y dejó que el delirio le mostrase la puerta luminosa de la muerte y Dios. “La misión del poeta —dirá, en uno de esos días de iluminación— es la de nombrar y celebrar a los dioses para introducir en la vida sus altas potencias”. Höldering soporta con heroísmo la pérdida, a la vez que va tramando su muerte: esperaba el éxtasis a través del cual se haría cierta la promesa de recuperar al ser ido. Con tino calculado, según reza la leyenda, un día decide su muerte; va al jardín donde alguien cultiva rosas, y se pincha un dedo. No procura curar la herida. Lentamente, el encono y la hemofilia hacen su tarea. Höldering muere persuadido de que el tramo que separa la vida de la muerte es lo suficientemente hermoso como para dar un paso atrás; y afirma:

“Contemplar en la existencia verdadera a aquella que fue tu deseo: su esperanza y su consolación en un templo de tinieblas infernales”.

Otros casos no inadvertidos

Casi seguramente, esta página y muchas más se llenarían con nombres y corazones de poetas obsesionados por estos inasibles objetos. Baste citar a unos cuantos más, como nuestro Jorge Cuesta, quien llegó a apostar no por la muerte sino por la vida (experimentó con enzimas en su propio cuerpo, creyendo en la realidad de una fuente de la eterna juventud), y en el intento ingresó al reino de esa locura que es adjunta de la lucidez absoluta. Su Oda a un Dios mineral, es un repaso absoluto y vivo de alguien que es capaz de volarse la tapa de los sesos sin pestañear.
O quizás podemos concluir con Hoffman para quien Julia Mara llega a ser una criatura única y misteriosa, y en ello le va la obsesión, la locura y por fin la muerte, mientras interpreta una composición musical dedicada a la amada. O Gilberto Owen, quien en el delirium tremens provocado por la ingestión y suspensión progresiva de alcohol, cree avizorar una senda luminosa y redentora. O (por qué no?), con Jaime Torres Bodet, cuya carta póstuma es más un canto a la vida que una despedida lamentable: lo que resulta lamentable es hacer sufrir a los demás por un cáncer que se introdujo en su carne uno de esos malos días de a vida. En todo caso, terminar con ese epitafio que Xavier Villaurrutia escribiera para Cuesta; el autor de Nostalgia de la Muerte, dice:

“Agucé la razón / tanto, que oscura/ fue para los demás/mi vida, mi pasión y mi locura/ Dicen que he muerto/ No moriré jamás: ¡Estoy despierto!/ Despertar es morir .. ¡No me despiertes”