Esa visible oscuridad
ESA VISIBLE OSCURIDAD
Por Ignacio García
Sin duda, la depresión es uno de los males más lacerantes de nuestro tiempo. Médicamente la depresión se define como el "resfrío común" de la psiquiatría. El trastorno depresivo es una enfermedad que afecta el organismo (cerebro), el ánimo, y la manera de pensar. Atenta contra la forma en que una persona come y duerme. Infecta la forma cómo uno se valora a sí mismo (autoestima) y el estilo en que la persona piensa. Lo peor de este mal se halla en el mal mismo: entre el enfermo depresivo y el resto de quienes lo rodean se interpone una línea helada de incomprensión e impotencia. De la primera, porque los que observan al deprimido les parece un ser inestable, nervioso, inquieto y (la mayor de las veces) un sujeto débil e inútil. De impotencia, porque nos es una condición de la cual uno puede liberarse voluntariamente. Porque ¿cómo explicar, externar, hacer comprender la experiencia de una depresión si ésta misma impide el hacerlo? ¿Habrá alguien capaz de levantarse del letargo, del desaliño, la tristeza y la desesperanza para dar cuenta de cómo es ese estado que empuja al suicidio?
He aquí el valor de Esa visible oscuridad: memoria de la locura (Grijalbo-Mondadori,1990), un libro de William Styron (autor de La decisión de Sophie) quien a los sesenta años de edad se ve de pronto sumido en una depresión clínica brutal. ¿Qué provoca en él ese mal? Las especulaciones abundan. Styron es un alcohólico que deja de beber después de cuarenta años; eso pudo, se dice, precipitar la depresión. Por lo demás, Styron se halla en medio del éxito literario total cuando esto ocurre, y razones para sentirse satisfecho con la vida no le faltan. No obstante, de pronto algo dentro de él se desquebraja. La mente se le llena de dolores agudos, extraños, absurdos. No es el dolor que puede provocar una herida o contusión o quebradura de hueso: es el alma la que se siente arrastrada por corrientes desconocidas que lesionan la existencia, la concepción de la vida: una malsana tristeza, una marea tóxica e inenarrable, una forma de tormento, un trance de malestar supremo, el desvalido estupor, la vejación del insomnio, una forma de repudio derivado del auto-aborrecimiento (distintivo señero de la depresión).
El respirar se vuelve fútil, al grado de que ―si bien en el buró se encuentra la píldora que apagará temporalmente el fuego de ese martillo ardiente― el enfermo es incapaz, por un miedo atroz a perderse en el silencio oscuro de la nada si se mueve en ese trecho de tres o cuatro metros, de siquiera ponerse de pie. Es la impotencia en su máximo esplendor: la mente está enferma y no sabe que lo está…Y si lo sabe, no le “importa”. Dice Styron: “Debido a mi rechazo a aceptar mi deterioro, no había buscado auxilio terapéutico mientras mi trastorno se intensificaba…”
Esa visible oscuridad contiene dos partes: la de la experiencia misma del hecho depresivo, y el de la recuperación estable de ella. La primera de las partes es, por obvias razones, la que más llama literariamente la atención: es el alarido, el desgarro: poesía negra y vacilante de alguien que incomprende qué le pasa a su yo, quien, ahora, se detesta a sí mismo. ¿Qué siente Styron en la desarticulación total de su hueso nervioso?: “Odio a mí mismo. Sensación de ser nada. La oscuridad me invadía tumultuosamente. Terror y enajenación. Sofocante ansiedad. Lentitud, semiparálisis. Confusión. Fallos de memoria. Desgobierno de mí mismo. Cerrada toda respuesta placentera al mundo viviente. Dolor indescriptible que no comprendía. Ahogamiento, asfixia. Monosilábico. Desvalido estupor. Zombie.”
De una enfermedad “más común” uno puede esperar que ésta sane; en la depresión lo que existe es un desajuste sináptico que va y acribilla el centro de la razón. “Mi mente ―cuenta Styron―era como una antigua central telefónica que se iba quedando inundada por la crecida: uno tras otro, los circuitos normales se anegaban. Pegado a un lecho de clavos...como si mi cuerpo se hubiera vuelto deleznable, hipersensible, desarticulado y torpe. Sentía el horror como una niebla compacta y venenosa. Inmensa y dolorida soledad. Incapacidad para concentrarme. Tormenta de tinieblas…Miedo intenso al abandono. Desesperación: la diabólica desazón de hallarme encerrado en un cuarto bárbaramente sobrecalentado, como una caldera en la que no circula el menor soplo de aire.”
Styron, por razones de obvio contacto literario, llega a saber que su mal es el mismo que llevó al suicidio a Vincent Van Gogh, Virginia Wolf y Primo Levi (entre muchos otros). Ante esta situación tan cruel ―pues se trata del círculo vicioso de que lo que sana mata―el escritor (como los muchos otros deprimidos que abundan) llega a una convicción perversa: el horror de vivir mentalmente atormentado ha superado ya al goce (poco o mucho) del que él disponía. Se presenta ante él el dilema, del cual el suicidio es el único que puede cortar de tajo con este sufrimiento impensable: “Pensamientos de muerte soplaban por mi mente como heladas ráfagas de viento. Falta de fe en el rescate, en el final restablecimiento.”.
Para descubrir la causa de la espiral descendente de la depresión, debe uno indagar más allá de la crisis manifiesta. En la ecuación general de quienes pueden librarse del mal depresivo, Styron halló el factor que le sacó de la trampa. En el fondo de esa oscuridad visible, la mente apostó por aquello que Albert Camus llamó “quitarse la muerte”. Dice Styron ―en líneas que pretenden inyectar esperanza a aquellos en su situación: “Sabía que no podía demorar la confrontación indefinidamente, así que empecé una terapia… Retorné del abismo, salí de las negras profundidades del infierno y emergí por fin al claro del mundo. Allí, recobré el don de la serenidad y la alegría, y esto quizá sea reparación suficiente por haber soportado la desesperación más allá de la desesperación”.
Si bien la psiquiatría ha hecho grandes avances en la cura de este mal desde la escritura de Esa visible oscuridad, el estilo con el que Styron recrea en palabras su ascenso progresivo a la locura, y el candor y precisión con los que describe su eventual recuperación, hacen de este libro un disfrute doble; sobre todo, si se ha estado viviendo, dentro de uno mismo, con facturas depresivas pendientes de pagar.
Por Ignacio García
Sin duda, la depresión es uno de los males más lacerantes de nuestro tiempo. Médicamente la depresión se define como el "resfrío común" de la psiquiatría. El trastorno depresivo es una enfermedad que afecta el organismo (cerebro), el ánimo, y la manera de pensar. Atenta contra la forma en que una persona come y duerme. Infecta la forma cómo uno se valora a sí mismo (autoestima) y el estilo en que la persona piensa. Lo peor de este mal se halla en el mal mismo: entre el enfermo depresivo y el resto de quienes lo rodean se interpone una línea helada de incomprensión e impotencia. De la primera, porque los que observan al deprimido les parece un ser inestable, nervioso, inquieto y (la mayor de las veces) un sujeto débil e inútil. De impotencia, porque nos es una condición de la cual uno puede liberarse voluntariamente. Porque ¿cómo explicar, externar, hacer comprender la experiencia de una depresión si ésta misma impide el hacerlo? ¿Habrá alguien capaz de levantarse del letargo, del desaliño, la tristeza y la desesperanza para dar cuenta de cómo es ese estado que empuja al suicidio?
He aquí el valor de Esa visible oscuridad: memoria de la locura (Grijalbo-Mondadori,1990), un libro de William Styron (autor de La decisión de Sophie) quien a los sesenta años de edad se ve de pronto sumido en una depresión clínica brutal. ¿Qué provoca en él ese mal? Las especulaciones abundan. Styron es un alcohólico que deja de beber después de cuarenta años; eso pudo, se dice, precipitar la depresión. Por lo demás, Styron se halla en medio del éxito literario total cuando esto ocurre, y razones para sentirse satisfecho con la vida no le faltan. No obstante, de pronto algo dentro de él se desquebraja. La mente se le llena de dolores agudos, extraños, absurdos. No es el dolor que puede provocar una herida o contusión o quebradura de hueso: es el alma la que se siente arrastrada por corrientes desconocidas que lesionan la existencia, la concepción de la vida: una malsana tristeza, una marea tóxica e inenarrable, una forma de tormento, un trance de malestar supremo, el desvalido estupor, la vejación del insomnio, una forma de repudio derivado del auto-aborrecimiento (distintivo señero de la depresión).
El respirar se vuelve fútil, al grado de que ―si bien en el buró se encuentra la píldora que apagará temporalmente el fuego de ese martillo ardiente― el enfermo es incapaz, por un miedo atroz a perderse en el silencio oscuro de la nada si se mueve en ese trecho de tres o cuatro metros, de siquiera ponerse de pie. Es la impotencia en su máximo esplendor: la mente está enferma y no sabe que lo está…Y si lo sabe, no le “importa”. Dice Styron: “Debido a mi rechazo a aceptar mi deterioro, no había buscado auxilio terapéutico mientras mi trastorno se intensificaba…”
Esa visible oscuridad contiene dos partes: la de la experiencia misma del hecho depresivo, y el de la recuperación estable de ella. La primera de las partes es, por obvias razones, la que más llama literariamente la atención: es el alarido, el desgarro: poesía negra y vacilante de alguien que incomprende qué le pasa a su yo, quien, ahora, se detesta a sí mismo. ¿Qué siente Styron en la desarticulación total de su hueso nervioso?: “Odio a mí mismo. Sensación de ser nada. La oscuridad me invadía tumultuosamente. Terror y enajenación. Sofocante ansiedad. Lentitud, semiparálisis. Confusión. Fallos de memoria. Desgobierno de mí mismo. Cerrada toda respuesta placentera al mundo viviente. Dolor indescriptible que no comprendía. Ahogamiento, asfixia. Monosilábico. Desvalido estupor. Zombie.”
De una enfermedad “más común” uno puede esperar que ésta sane; en la depresión lo que existe es un desajuste sináptico que va y acribilla el centro de la razón. “Mi mente ―cuenta Styron―era como una antigua central telefónica que se iba quedando inundada por la crecida: uno tras otro, los circuitos normales se anegaban. Pegado a un lecho de clavos...como si mi cuerpo se hubiera vuelto deleznable, hipersensible, desarticulado y torpe. Sentía el horror como una niebla compacta y venenosa. Inmensa y dolorida soledad. Incapacidad para concentrarme. Tormenta de tinieblas…Miedo intenso al abandono. Desesperación: la diabólica desazón de hallarme encerrado en un cuarto bárbaramente sobrecalentado, como una caldera en la que no circula el menor soplo de aire.”
Styron, por razones de obvio contacto literario, llega a saber que su mal es el mismo que llevó al suicidio a Vincent Van Gogh, Virginia Wolf y Primo Levi (entre muchos otros). Ante esta situación tan cruel ―pues se trata del círculo vicioso de que lo que sana mata―el escritor (como los muchos otros deprimidos que abundan) llega a una convicción perversa: el horror de vivir mentalmente atormentado ha superado ya al goce (poco o mucho) del que él disponía. Se presenta ante él el dilema, del cual el suicidio es el único que puede cortar de tajo con este sufrimiento impensable: “Pensamientos de muerte soplaban por mi mente como heladas ráfagas de viento. Falta de fe en el rescate, en el final restablecimiento.”.
Para descubrir la causa de la espiral descendente de la depresión, debe uno indagar más allá de la crisis manifiesta. En la ecuación general de quienes pueden librarse del mal depresivo, Styron halló el factor que le sacó de la trampa. En el fondo de esa oscuridad visible, la mente apostó por aquello que Albert Camus llamó “quitarse la muerte”. Dice Styron ―en líneas que pretenden inyectar esperanza a aquellos en su situación: “Sabía que no podía demorar la confrontación indefinidamente, así que empecé una terapia… Retorné del abismo, salí de las negras profundidades del infierno y emergí por fin al claro del mundo. Allí, recobré el don de la serenidad y la alegría, y esto quizá sea reparación suficiente por haber soportado la desesperación más allá de la desesperación”.
Si bien la psiquiatría ha hecho grandes avances en la cura de este mal desde la escritura de Esa visible oscuridad, el estilo con el que Styron recrea en palabras su ascenso progresivo a la locura, y el candor y precisión con los que describe su eventual recuperación, hacen de este libro un disfrute doble; sobre todo, si se ha estado viviendo, dentro de uno mismo, con facturas depresivas pendientes de pagar.
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